Publicado en El Pais, 29 octubre 2025.

Evitémonos molestas confusiones. Como la que a veces se produce entre filosofía y sociología: alguien propone el ideal de la ejemplaridad (filosofía) y otro lo impugna aduciendo escándalos políticos recientes (sociología). La confusión puede venir también de enjuiciar el ideal no por sí mismo, como sería lo propio, sino por sus corrupciones: uno da una conferencia sobre la democracia y, al terminar, alguien del público, en el turno de preguntas, desmiente la tesis expuesta invocando vicios que tienen que ver no con la democracia, sino con la demagogia. Confunde también las cosas, por último, quien aplica a la excepción el rigor de la regla sin templar sus efectos conforme al principio de equidad o justicia en el caso concreto.

La filosofía de la ejemplaridad dice que vivimos en una red de influencias mutuas y que todos somos ejemplos para todos, porque nuestro ejemplo despliega  siempre, queramos o no, un efecto moral beneficioso o perjudicial en nuestro círculo de influencia. No hay zonas exentas de influencia ni ejemplos privados, como tampoco hay lenguajes privados. Todo ejemplo es ejemplo para alguien y, por tanto, público. De lo que se sigue que todos somos personas públicas, no sólo los políticos y esas notoriedades —ejemplos sin ejemplaridad— aireadas en los medios de comunicación.

Como personas públicas y responsables de nuestro ejemplo, suena una voz en nuestra conciencia que nos exhorta: “Sé ejemplar, conviértete en un ejemplo fecundo para los demás, ejerce sobre ellos una influencia emancipadora, invítalos con tu vida a reformar la suya”. Este imperativo es universal y alcanza a todo agente, sin importar la amplitud de su círculo de influencia. Caso de que dicho círculo sea grande, grandísimo o mundial, la responsabilidad no es distinta de la de los demás (novum), sólo más intensa (plus).

El principio es general y alcanza también, claro está, a los deportistas que, por su éxito, obtenido a la vista de todos, atraen sobre ellos la mirada pública. La responsabilidad de su ejemplo es la de todos, sólo que reduplicada. Cuando el deportista responde con su vida al imperativo de ejemplaridad, siempre en medio de grandes dificultades, entonces, además de las consecuencias de su triunfo (popularidad,  prestigio, dinero), disfruta también de los honores que la sociedad concede en estos casos: un título nobiliario para Vicente del Bosque, el Príncipe de Asturias para Fernando Alonso, un Doctorado Honoris Causa para Rafael Nadal.

Ahora bien, la vida de esos deportistas ofrece otras veces la imagen contraria: un espectáculo de vulgaridad sin honores. ¿Haremos recaer sobre estos irresponsables nuestro severo reproche moral?

Tomemos el caso de Lamine Yamal. Nace de un padre marroquí y una madre guineana, que se separan cuando el niño tiene tres años, y se cría en un barrio marginal. Siendo un adolescente, inicia una carrera futbolística fulgurante, pulveriza récords (en el Barça, en la selección) y, aún menor de edad, se convierte en una superestrella planetaria. Cuando, hace unos meses, cumplió dieciocho, celebró una fiesta que fue la apoteosis del mal gusto.

Alguien lo calificaría de poco ejemplar, pero no nos confundamos. El ideal de la ejemplaridad subsiste como regla exigible a la mayoría, pero resultaría poco ecuánime su aplicación mecánica a un joven futbolista sometido a unas circunstancias verdaderamente excepcionales, como son su portentosa precocidad y el torbellino enloquecedor de la fama y sus seducciones. Nadie nace aprendido, todos necesitamos gastar algún tiempo en buscar, probar, amagar, errar y rectificar en privado, lejos del escrutinio público, antes de empezar a ser responsables de nuestro ejemplo. Una ejemplaridad que no tuviera en cuenta esta contingencia humana no sería un ideal filosófico sino un legalismo odioso e hipócrita.

En el estadio, Yamal es un genio; fuera de él, hace con su ejemplo lo que puede. Como todos, aunque él lo tiene más difícil.

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Javier Gomá Lanzón

FUENTES