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Javier Gomá Lanzón

Escribía en agosto mi novela Lo quiero todo y estaba recreándome en el momento en que mi protagonista es abordado por Diana, la Parisina (llamada así por su parecido con un dibujo cretense que se conoce con ese nombre), cuando hube de interrumpir su escritura para empezar un nuevo librito, éste de ensayo, que, según contrato, debo entregar en diciembre a la editorial Debate. La idea de este otro libro nació de mi colaboración con la Universidad CUNEF donde, como director de la Cátedra de la Ejemplaridad, doy un curso de introducción a la filosofía mundana. Diseñándolo, me pareció que sería útil -para los demás quizá, seguro para mí mismo- ponerlo por escrito. Llevo una semana y el libro ya ha disparado mi entusiasmo porque estoy aprovechando la ocasión para exponer mi concepto de filosofía de una manera completa e integral como no lo había hecho antes. Anticipándolo en mi imaginación, me enardece la visión el conjunto. Vacilo sobre el título: Introducción a la filosofía, Introducción a la filosofía mundana, Introducción mundana a la filosofía, Introducción a la filosofía con perspectiva mundana, Concepto mundano de filosofía: una introducción.  

Ya me he expresado en otros lugares sobre la diferencia que existe, en la experiencia creativa del autor, entre escribir ensayo y novela. Cuando un autor se sienta a escribir ensayo, lo fundamental -los conceptos y su argumento- ya ha pasado antes: escribir es entonces ejecutar un plan aprobado de antemano. En cambio, ese mismo autor, cuando se pone a continuar la novela, aunque va con ideas y combinaciones en su mente, son todas provisionales y tentativas porque es en el acto de escribir donde se la juega todo, desnudo y ciego ante lo que sigue, sumido en la incertidumbre y dependiente enteramente de por dónde el viento de la inspiración quiera soplar.

Pero ahora, motivado por una experiencia reciente, quiero comentar otra diferencia. El ensayo se expresa mediante conceptos, que por su propia naturaleza son abstractos, universales, racionales. No negaré que ordenar una visión personal del mundo, a veces compleja y sutil, con ayuda de conceptos precisos, luminosos y elegantes, reporta un placer indecible. Y, con todo, cuando trabajo sobre él siempre tengo la sensación de que al concepto, con el que mantengo una relación tan estrecha y familiar, se le escapa algo muy importante, esencial, el meollo de la vida. En ocasiones, por causas muchas veces insignificantes, nos embarga una intensidad sentimental potente hacia el mundo en general. Esa intensidad no entra en el vaso de un concepto y si uno quiere expresarla no tiene más remedio que usar los elementos no conceptuales de que se compone el mundo: tiempo, personas, acciones, situaciones, recuerdos, anhelos, figuraciones, relaciones. 

Ayer estaba solo en la piscina de la urbanización -además del socorrista, quien, respondiendo a mis preguntas, me contó algunas pinceladas de su vida- y me bañé en unas aguas tintadas de rojo por el reflejo del atardecer.  Tonificado, me recosté en la tumbona, conecté el Spotify en el móvil para oír música mientras me secaba y empezó a sonar un tema pop que hizo brontar una vez más esa intensidad sentimental apremiante a la que me he referido. La escuché cuatro o cinco veces, busqué la letra y la estudié con empeño aunque con éxito sólo mediano porque es tan festiva como caótica. Es decir, perfecta.

Y, claro, me dieron muchas ganas de volver a la novela. 

La canción la interpreta Vulfpeck y se titula "Wait for the Moment" 

Escribo esto en el tren que me lleva de Zaragoza a Madrid después de haber participado en una conversación sobre la "Vida buena" con Marina Garcés y José Carlos Ruiz en el escenario del Teatro Gaztamnide de Tolosa, moderada por Rafa Panadero.